1 de abril
Hoy hemos dormido un poquito más de lo habitual. Se nos va notando el cansancio, aunque ya vamos descubriendo que Y. solo se levanta “rápido” si D. se vuelve loco a hacerle cosquillas o, incluso, a quitarle las sábanas. Como parece que se ha despertado animada, hemos aprovechado para instalar la rutina de la ducha nada más levantarnos, que también viene muy bien para cargar pilas.
Últimamente, cada vez que alguno hace alguna pifia, los demás decimos: “Ay, Fulanito…” y Y. se lo ha aprendido a la perfección. Del mismo modo, nos llama a los demás cuando tiene ganas de juerga. Y hoy, según nos hemos ido despertando, hemos ido entrando en la bañera… pero sin esperar a que el anterior saliera. De tal manera que al final estábamos tres en la ducha. Resultado: otro ratito de juerga a base de llamarnos unos a otros con distintas entonaciones.
Buen comienzo.
Pero con tanta risa, hemos aparecido en el comedor quince minutos antes de que cerraran, así que el desayuno ha sido rápido. Vuelta a la habitación a lavarnos los dientes y decidir destino y, cuando nos hemos querido dar cuenta, eran casi las once y media de la mañana. Como se nos ha hecho tan tarde y tampoco queríamos ir muy lejos, hemos decidido visitar el parque Zhong Shan. Es una zona verde inmensa, donde las familias van a pasar el día, te encuentras con gente haciendo deporte, abuelos cuidando de los nietos y hasta compañeros de trabajo con los hijos improvisando una merienda muy campestre. Pero lo que de verdad impresiona es la cantidad de gente que se reúne para volar cometas. Hoy sopla un poquito de viento y parece que el día es idóneo para esta actividad. Así que, nos ponemos en marcha. Solo un kilómetro y medio nos separa y lo recorremos entre risas y pequeñas carreras para escapar de las cosquillas que nos hacemos unos a otros. Y. está ya totalmente habituada a mí, así que también jugamos entre nosotras dos. El día pinta bien.
Al llegar a la entrada del parque, vemos varios puestecillos donde venden algodón dulce, zumo de bambú y juguetes varios para disfrutar en el parque. Nos hacemos con un frisbee y vamos en busca de una sombra. Tarea imposible. Hoy el calor aprieta y todos tenemos el mismo objetivo. Al final, tras comprar alguna bebida y avanzar un buen trecho, encontramos una gran explanada cubierta de césped ideal para nuestro juego. La sombra que encontramos no es muy grande, pero resulta suficiente para huir un poquito del calor.
Y., D. y Marcos juegan un rato. He podido ayudar a Y. a lanzar el plato y no hemos tenido ningún problema así que, una vez dominada la técnica, me siento a observar y hago un montón de fotos. Justo a nuestra derecha, un grupo formado por cubanos, italianos, hindúes y alguna otra nacionalidad que no he podido averiguar, comienza a sacar varios recipientes con comida pero los integrantes más pequeños encuentran nuestro frisbee mucho más interesante. Se acercan a observar y le piden a D. por gestos que les deje el juguete. Enseguida viene una de las madres a disculparse y aprovecha para decirme que se han fijado en nuestra familia y les encanta. Y no es para menos. En un mundo en el que el racismo y la xenofobia parecen querer hacerse un hueco de nuevo, me siento orgullosa de formar parte de este cuarteto en el que cada uno de nosotros tenemos rasgos absolutamente opuestos. Enseñar a mis hijos desde el respeto, la tolerancia y la multiculturalidad tanto en la teoría como en la práctica y, mostrar a los demás con nuestra presencia que hoy más que nunca otro mundo es posible, hace que renazca mi esperanza de un futuro mejor.
Pero volviendo a nosotros, hemos descubierto que un poco más allá de donde nos encontramos, el parque esconde unas cuantas atracciones ideales para los más pequeños, así que nos lanzamos a descubrirlas. Según avanzamos Marcos y yo localizamos la que, sin duda alguna, será la favorita de D. y, por tanto, la primera en ser probada. Y no nos equivocamos. Seis máquinas excavadoras colocadas en torno a un foso lleno de arena llaman la atención de nuestro hijo en un suspiro. Sin dudarlo nos mira con los ojos brillantes de emoción y una pregunta que es respondida antes de ser formulada.
Cinco minutos en los que Y. y D. comparten máquina se convierten en los favoritos del hermano mayor. Con la memoria que tiene, recordará mil cosas de este día pero, sin duda, habrá un momento que se quedará para siempre en su cabeza.
Después llegarán los coches de choque, a pesar de mi profundo disgusto por ello, y la que será mi preferida: una cabina para dos que recorre una gran extensión de este parque sobre unos raíles situados a tres metros y poco del suelo, con tranquilidad, disfrutando de las vistas, sin golpes bruscos ni sustos y, lo mejor, con Y. de compañera de viaje. Marcos y yo hemos pensado que una actividad como esta puede ser lo que nos haga falta para terminar de romper el hielo entre nosotras. Y así ha sido: cinco minutos relajadas, viendo a los chicos por delante de nosotras, saludándonos mutuamente y comentando todo con la mirada.
La mañana ha resultado muy positiva, pero hace demasiado calor y va siendo hora de volver y comer. Nos decidimos por un restaurante a un minuto del hotel en el que encontramos una carta bastante variada. De hecho, pocas cosas son la típica comida china que lleva diez días alimentándonos, y eso es lo que nos termina de decidir. No tenemos nada en contra, que quede claro, pero no estamos acostumbrados a ella y después de tantos días nos apetece algo más parecido a lo que tenemos en casa. Resulta un acierto, aunque algo más caro de lo habitual… Bueno, una cosa por otra.
Es hora de descansar, Y. pierde energía a estas horas y solo la recupera tras una buena siesta y, dos horas después, estamos sentados en la terraza de una heladería. Justo detrás de nosotros, una pareja con un perro pequeño nos hace ver que Y. les tiene miedo y, claro, nos echamos las manos a la cabeza. Tendremos que hacer la presentación de nuestra perra con mucha paciencia. Kyra está un poco mayor, pero distingue perfectamente a los “cachorros humanos” y es muy paciente con ellos, pero tenemos que tener cuidado con las reacciones de Y.
Como mañana toca madrugar para ir a Disney, tras una vuelta para curiosear en el centro comercial que tenemos al lado, volvemos a la habitación a hacer Skype con la familia y a las ocho y media estamos cenando en el restaurante japonés que hay en la cuarta planta del hotel. Resulta imposible entendernos, pero Y. no tiene problemas para señalarle a la camarera todos los platos que tienen gambas. Le encantan y no quiere desaprovechar la oportunidad de pedirlas. Menos mal que la buena señora le sonríe encantada pero nos pregunta antes con la mirada.
Finalmente, tras una abundante cena en la que todo está buenísimo y Y. se suelta la melena un poco más conmigo, damos por terminada la jornada.
A descansar, que mañana el día se presenta mágico.
Jo como me gista poder leer lo que vais viviendo y los avances en familia
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