30 de marzo
La excursión que teníamos prevista para hoy era el Templo budista de Lingyin. Desde que llegamos a esta ciudad, tuvimos claro que queríamos visitarlo, pero sabíamos que tendría que ser un día en el que no nos importara el tiempo invertido. Pues bien, hoy viernes era el momento. Mañana nos iremos a Shaghái, así que no nos quedaba ya nada más por hacer aquí, salvo conocer nuevas zonas.
En esta ocasión, hemos ido a la aventura, sin guía, pero también sin problemas. La verdad es que si uno es lanzado y tiene recursos, moverse por aquí es muy sencillo. Los taxis son muy baratos y hay muchísimos. Lo único que se debe tener en cuenta es que casi ningún conductor habla inglés, con lo cual es aconsejable tener escrito en chino el lugar al que se quiere ir.
Pero empezaré por el principio.
Hoy Y. se ha despertado bien… pero necesitada de sus veinte minutos para ponerse en marcha. Con la energía de D. “pronto” se ha levantado de la cama. Una ducha para terminar de espabilarnos, ninguna pega ya con la ropa y, después de la llamada de rigor a sus cuidadoras del orfanato, hemos bajado a desayunar.
No sé si porque le parece más llamativo o porque al final los peques, quieran o no, acaban imitando al que tienen al lado, es caso es que Y. ha dejado los desayunos habituales por estas tierras (sopas, noodles, arroz… cosas contundentes para empezar el día) y ha empezado a comer fruta, como hacemos nosotros tres. Va tan feliz por el comedor con su plato y lo llena de trozos de sandía, que le encanta. Pide a D. o a papá un vaso de zumo y, con palillos por supuesto, se lía a comer y no levanta la cabeza hasta que ha terminado. De vez en cuando y, dependiendo del hambre que tenga, un huevo cocido completa el desayuno. Si le ofrecemos algo nuevo, no tiene ningún reparo en probarlo, incluso si quien lo hace soy yo. Así que podemos decir que seguimos progresando adecuadamente.
Casi media hora más tarde, pedimos un taxi y le mostramos el nombre del templo que queremos visitar. Marcos va delante y detrás nos situamos Y., D. y yo, por este orden. Durante el trayecto sigo con mis acercamientos muy sutilmente, porque se trata de que se habitúe poco a poco a mí y de que comprenda que mamá no trata de sustituir a nadie; solo pretende hacerse un hueco propio en su corazón. Y parece que esta táctica funciona porque hoy no se ha retirado ni una sola vez. También es cierto que nuestro conductor más parecía un protagonista de la saga Fast and Furious que un amable taxista de Hangzhou y claro, los frenazos y adelantamientos por donde al buen hombre le apetecía han hecho que la confianza en esa señora que a cada segundo pone el brazo por delante de Y. para evitar que salga despedida (a pesar de llevar el cinturón de seguridad) crezca por momentos.
Visto así no sé si debo estarle agradecida por llegar con el estómago bailando el conocido Kalinka, kalinka, kalinka maiá…
El caso es que tanto la peque como yo hemos bajado del taxi besando el suelo y más blancas que los huevos que desayuna Y. y, claro, las indisposiciones unen mucho, así que nos hemos mirado con nuevos ojos y un par de tragos de coca-cola después, la confianza seguía ahí. No queriendo perderla por el maravilloso jardín que rodea el templo, hemos disfrutado mientras descubríamos algunas de las tropecientas tallas budistas, de las 470 que hay repartidas por toda la colina que ocupa el templo. A veces nos adentrábamos en las pequeñas cuevas que íbamos descubriendo y, en la semioscuridad, Y. me daba la mano, temiendo irse al suelo en cualquier instante. Durante estos breves momentos, todo transcurre de forma fluida, incluso se acerca conmigo para admirar inscripciones hechas en la piedra o asomarnos por más de un hueco. Eso sí, al volver a gozar de la luz del sol, Y. es independiente de nuevo y me suelta corriendo. Pero las semillas ya están plantadas. Solo debo ser paciente y esperar tranquila hasta que germinen…
Un montón de fotos después, el alma libre de D. nos pide a gritos trepar por la ladera y explorar las maravillas que este paraje nos quiere ofrecer. Imposible decir que no a la llamada que hay en sus ojos y, cámara en mano, se dedica a inmortalizar cada ser que encuentra a su paso, cada flor que capta su atención… y más de quince selfies que he descubierto después. En fin, como decía, un alma libre…
Más de una hora llevamos respirando la paz de este lugar y toca descubrir el templo. Eso sí, hay que reponer fuerzas y nos acercamos a un puestecillo con la esperanza de encontrar algo de comer. ¡Bingo! No sé lo que es pero huele de maravilla… Una especie de torta rellena de algo dulce me sabe a Gloria… y nunca mejor dicho. Nadie más quiere unirse a mi aventura de descubrir la gastronomía local, hasta que ven que, tras unos cuantos bocados, sigo teniendo el mismo aspecto que antes. Entonces sí, entonces todos quieren probar a pesar de haberse conformado con una simple botella de agua. Los peques llevan también un silbato que imita el sonido de los pájaros según sea uno más o menos diestro en su uso. Esto es ya el súmmun de la felicidad para D. que, ahora sí que sí, se siente en plena libertad.
Cuando por fin podemos acceder al interior, una señora nos ofrece tres barritas de incienso a cada uno y, sin saber muy bien qué hacer con ellas, le damos las gracias mientras las aceptamos y seguimos el tropel del gente que se dispone a encenderlas en una pequeña pira situada a pocos pasos de donde nos encontramos. Al parecer, consideran la fragancia del incienso como el vehículo que puede llevar las buenas intenciones, los buenos pensamientos y acciones a los cielos, permitiendo que se esparzan en beneficio de todos los seres. Se trataría, pues, de una forma de vincular lo humano con lo sagrado. Así que, con todo el respeto que merecen las creencias de cada cual, observamos y aprendemos, procurando no molestar mientras avanzamos entre tanta gente.
Para quien no sepa en qué consiste este maravilloso templo, baste decir que el lugar, erigido por primera vez en el año 326, derruido y levantado otras 16 veces más, debe ser visitado con calma, aprovechando para descansar entre tramo y tramo mientras se descubren nuevos rincones o se admiran las fantásticas vistas que, a cada nueva ascensión, parecen mostrarse en todos los puntos donde fijamos el ojo. Cada uno de los cuatro grandes pabellones es digno de ver en su totalidad, a pesar de que, a simple vista pueden resultar repetitivos. Sin embargo, quien esté dispuesto a dejarse llevar, descubrirá sorprendentes detalles… Y sí, hoy en día aún vive aquí una pequeña comunidad de monjes budistas que nada tiene que ver con los más de 3000 que en su momento poblaban el templo.
El caso es que, unas cuatro horas después de llegar, es el momento de deshacer el camino andado, pero primero las señoritas debemos ir al baño y, con sinceridad, estos minutos también se cuentan entre los que unen, por lo tanto, no debo perder la oportunidad de hacer piña con mi princesa y, a pesar de tras cada una de las ocho puertas que hay en el baño solo descubro letrinas, acepto el reto y cruzo los dedos para no provocar un desastre con mi inexperiencia en este punto. Y al salir, me reúno satisfecha con mi familia, no sé si tan solo por haber avanzado algo más en mi relación con Y. o si haber conseguido salir indemne de esta pequeña aventura en los aseos tiene algo que ver…
Llega la hora de comer, todo está lleno de gente y este momento es tan bueno como cualquier otro para introducir a Y. en el mundo de la pizza. ¿Qué? Buscamos un lugar que sea rápido, que no nos exija exprimir al máximo nuestra capacidad imaginativa cuando se trata de descifrar un menú en chino y, sobre todo, que abra las fronteras gastronómicas de la peque. Y da resultado, porque le ha encantado. Eso sí, con el tamaño tan pequeño que tiene su estómago, una porción es más que suficiente. Este punto tenemos que trabajarlo, pero ya lo dejamos para otra ocasión. Ahora toca el café de mamá y encontrar un taxi que nos lleve de vuelta al hotel. La visita ha sido corta pero intensa y este calor, con el que no contábamos, agota a cualquiera.
La idea es que los peques duerman un poco, que descansen de la paliza de hoy, y después queremos salir a recorrer estas calles por última vez, comprar alguna curiosidad, cenar fuera y volver. Mañana tenemos que viajar a Shanghái y aún tenemos que hacer la maleta. Sin embargo, hoy nadie ha dormido después de comer. Y. sigue mejorando y ha decidido que no dormía… y D. tampoco, así que se han echado unas risas “en silencio”, mientras Marcos y yo fingíamos no enterarnos de nada, y disfrutábamos de esta nueva complicidad entre ellos.
Un rato después, estamos de nuevo en la calle buscando regalitos para la familia, pero las luces de un parque a lo lejos, un inmenso canal por donde barcos de mercancías hacen sus rutas y grupos de gente bailando tranquilas coreografías llaman nuestra atención, así que desechamos las compras y disfrutamos, una vez más, de las gratas sorpresas que esta ciudad guarda en cada rincón.
Para cenar, encontramos un llamativo restaurante que parece ser una marisquería. Nadie habla inglés así que nos dejamos llevar por las fotos y…. nos llevamos la sorpresa del siglo. Decir que pica sería quedarme mucho más que corta. Casi imposible para Marcos y D. comer, con lo que Y. y yo ni siquiera lo intentamos. Y, de nuevo, juntas en la adversidad, hacemos fuerte nuestra relación. Nos miramos y nos entendemos a la perfección. Una sopa de pescado después pedida casi por gestos y guiándome por el poco inglés que uno de los cocineros chapurrea, salimos a la calle deseando, esta vez sí, dormir y descansar.
Shanghái nos espera de nuevo. Último tramo para obtener toda la documentación de Y. Allá vamos.
Madre mía la de cosas que estáis viendo,todas preciosas. Aunque lo mejor de los relatos es ir viendo que poco a poco Y se va integrando y hasta come lo mismo que vosotros.
ResponderEliminarNi os podemos imaginar lo que sentís en estos momentos.
Qué ganas de veros a los cuatro!
Besos a montones.
Carlos y Nieves.
Ay q de experiencias todas dignas de recordar suempre
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