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viernes, 23 de marzo de 2018

SEGUNDO DIA EN SHANGHÁI

Abro un ojo, he descansado fenomenal, miro el reloj: ¡las dos y media de la tarde! Hemos dormido doce horas del tirón. Tenemos energía de nuevo para salir a investigar esta inmensa ciudad. Así que, tras una ducha renovadora, vamos en busca del desayuno… o del almuerzo. 

Observamos todo lo que nos rodea a la luz del nuevo día, esa que hace tan diferentes las cosas si las comparamos con todo aquello que vimos la noche anterior. Hoy no hay luces, pero los coches se han multiplicado y nos damos cuenta de que, las motos y bicis, a pesar de tener carril propio, prefieren circular por la acera mientras esquivan un peatón tras otro con absoluta maestría. Al principio cunde un poco el pánico, pero al final decidimos dejarlas hacer y que sean los conductores quienes elijan el lado por el que nos adelantarán. 

Llegamos a un centro comercial en el que SOLO hay restaurantes. Tres plantas llenas para elegir. Nos quedamos con el primero. Nos sentamos, pero nadie nos hace ni caso. Son las cuatro de la tarde y no sabemos si se puede comer o no. Me levanto para acercarme a la barra y cuál es mi sorpresa cuando veo que el camarero está durmiendo. Así, tan feliz, sin remordimientos de ningún tipo. Claro, el hombre está cansado… Al final consigo que se despierte, nos toma nota y empiezan a salir platos. Todo muy rico y más a esas horas.

Continuamos nuestra visita y aparecemos en una calle muy comercial con los típicos rascacielos de Shanghái. Hablamos de edificios de cuarenta pisos el más bajo. Empieza a anochecer y las luces se encienden. Entonces, se hace realidad la típica imagen que todos tenemos de esta ciudad: enormes carteles luminosos cubriendo fachada tras fachada anunciando todo tipo de cosas. Pasemos, observamos absortos la ciudad y nos hacemos fotos aquí y allá. Pero, tras un rato, descubrimos que es demasiado ruido para nosotros, así que cruzamos a un parque donde el ruido, la luz y la contaminación en general dejan paso al sonido de las fuentes, los pájaros y la calma. Disfrutamos nuestro paseo nocturno, mientras nos cruzamos con gente haciendo gimnasia o acariciando los tropecientos gatos que salen a nuestro paso. En España, en los parques hay palomas; en Shanghái te cruzas con gatos. 

Hora de volver al hotel. Estamos cansados y con las retinas desbordando información, pero necesitamos cenar. Pasamos por un pequeño restaurante en el que no parecen abundar los extranjeros y nos lanzamos a la aventura. Según parece, pedimos pato, pollo y dumpins. Muy, muy rico, pero picante. Demasiado para mí. Me espera una noche de dolor de estómago seguro, pero no me importa. Me encanta experimentar cosas propias de cada país. Como siempre digo, la música, la comida y el idioma te dan muchísimas pistas sobre la cultura en la que te vas a sumergir. 

Eso sí, lo que más nos sorprende de todo es el agua: una tetera que contiene, obviamente, agua caliente. Y tan felices. En China se bebe así con las comidas. Por más que intentamos hacernos entender para que nos den una botella de agua fría o, al menos, del tiempo, no hay forma. Está bien, ¿no queríamos sumergirnos en su cultura? ¡Pues a beber agua caliente!

Ahora sí, con el estómago lleno, nos ponemos en camino. Llegamos al hotel. Son las once y media, hora de dormir. 

Mañana será otro día.

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