Hoy es el primer día que estamos en esta ciudad. Por lo que pudimos ver al llegar, decir que es enorme es quedarse corto. Aquí todo es a lo bestia: los coches, las luces, la tecnología… Pero empezaré por el principio.
Salimos de Madrid con una hora de retraso. Así, tal cual. Una vez sentados en el avión nos comunican que tenemos que esperar a unos pasajeros que están en tránsito. Calculas que será poco tiempo, pero cuando ves que los minutos avanzan y no llega nadie, empiezas a preocuparte porque tienes que coger otro vuelo en Moscú. Pero bueno, lo que tenga que ser, será.
Y así, 55 minutos después de la hora, el piloto anuncia, por fin, la salida de nuestro vuelo.
Cinco horas después, aterrizamos en Moscú y nos toca correr para pasar el control de pasaportes y llegar hasta la puerta de embarque situada justo… en la otra punta del aeropuerto. Y solo tenemos veinte minutos para llegar. Lo conseguimos en quince, esquivando gente, maletas y bultos varios desperdigados aquí y allá. Cansados de correr, sudorosos por el esfuerzo y agotados por la falta de sueño, nos sentamos al fin en nuestros sitios. Son las siete de la mañana, hora local, dos horas menos en casa y, aunque queremos dormir, la luz que entra por las ventanas del avión hace la tarea imposible. Nos entretenemos como podemos durante el vuelo y, de pronto, cuatro horas más tarde se hace de noche de golpe y ahora sí, podemos dormir algo.
Llegamos al aeropuerto de Shanghái a las once menos veinte de la noche, pero entre coger las maletas, buscar un taxi y llegar al hotel, nos encontramos haciendo el check-in a la una de la mañana. Decidimos salir a buscar algo de cenar y al final elegimos una tiendecilla de barrio donde pedimos algo que parecen salchichas y que, comiendo tan felices por la calle, nos saben a gloria.
Nuestra primera comida en China termina llegando al hotel de nuevo y lanzándonos a la cama a las dos y media de la mañana.
Estamos muertos, remuertos. Toca descansar. Mañana será otro día.
No hay comentarios:
Publicar un comentario